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América Latina, narración y cartografías (página 2)




Enviado por Gregory Zambrano



Partes: 1, 2

La voz con que los cronistas fundaron la realidad del nuevo
continente, construyó una visión de las cosas que
establece los planos sugerentes de la alteridad, y desde su
necesidad de explicación racional modelaron una
utopía: la tierra que
no se verá sino que será imaginada. Así
también se instituye la visión del otro, de lo
otro, que a su modo, deja marcado en la escritura el
desasosiego ante lo desconocido, ante lo presentido o intuido.
Más tarde, ante lo irremediablemente paradójico, lo
temido (Lienhard, 1992). La imaginación parece ser el
signo del discurso que
se intenta representar. Representar significa en un sentido
general volver al presente, repetir la presencia o,
también, colocar una cosa en lugar de otra. Así
entonces tenemos en la literatura a la palabra con todo su
poder
fundante, que determina el espacio, el tiempo y
la memoria en
su dimensión simbólica, pero que también
propone su simulacro.

La
cartografía fundante

Empecemos con una cita: "En aquel Imperio, el Arte de la
Cartografía logró tal
Perfección que el Mapa de una sola Provincia ocupaba toda
una Ciudad, y el Mapa del Imperio toda una Provincia. Con el
tiempo, estos
Mapas
Desmesurados no satisficieron y los Colegios de
Cartógrafos
levantaron un Mapa del Imperio, que tenía el Tamaño
del Imperio y coincidía puntualmente con él. Menos
adictas al Estudio de la Cartografía, las Generaciones
Siguientes entendieron que ese dilatado Mapa era Inútil y
no sin Impiedad lo entregaron a las Inclemencias del Sol y de los
Inviernos. En los Desiertos del Oeste perduran despedazadas
Ruinas del Mapa habitadas por Animales y
Mendigos; en todo el País no hay otra reliquia de las
Disciplinas Geográficas". (Suárez Miranda;
Viajes de Varones Prudentes, libro cuarto,
cap. XIV, Lérida, 1658).

Jorge Luis Borges
(1899-1986) en este breve y enigmático texto
apócrifo, titulado "Del rigor en la ciencia", y
contenido en su Historia Universal de la Infamia (1935),
explica los avatares de la fundación de una inquietante e
inútil cartografía que pretende abarcar la
totalidad; plantea, desde este punto de vista, los límites de
una espacialidad que está condenada a la fragmentariedad y
al reacomodo. La representación de la Provincia, del
Imperio, en su dimensión exacta funda la paradoja de la
inconmensurabilidad. El mapa es como la palabra, sólo
puede contener una imagen recortada
de la realidad.

Un escritor tan curioso y exótico como Ítalo
Calvino (1923-1985), quien por alguna razón del azar
nació en Cuba, pero que
se formó en Italia y
escribió en lengua
italiana, se acercó a la cultura
latinoamericana para percibir toda su carga de asombro y
sensualidad. Ve a la cultura mexicana desde el impacto de sus
colores y
sabores, sitúa un referente de apropiación cultural
en un hecho principalmente gastronómico. Nos sitúa
frente a un narrador que se fija en los detalles; detenido como
está y embelesado con la exhuberancia del mole
oaxaqueño. Lo regional se construye en la vivacidad de
colores, en la prolijidad de sabores, allí radica la
marca cultural
de la memoria
individualizada que se asocia al sentido del gusto, que
también funda un sentido de región. En su relato
"Bajo el sol jaguar"
(Calvino, 1992), se puede apreciar ese sentido cultural que
está impregnado de lo regional por registros de
herencia y
tradición. Allí se puede leer una
cartografía que les ha servido a muchos viajeros como
motivación; ir a Oaxaca acompañado
de la lectura de
Calvino, conlleva a un encuentro pleno con esa metáfora
viva que deviene fiesta de los sentidos.

Calvino también construye la utopía de las
ciudades que no ha visto más que en el sueño o que
se reconocen en la deuda documental hacia otras tradiciones y
otros relatos, como aquellos del Oriente. Las ciudades
invisibles
(1972), son aquellas que se comparten en una
especie de pacto de verosimilitud, para dar sentido a una
realidad que no puede ser contrastada sino creída y
disfrutada como espacio de la imaginación, traducida en
"libros que se
convierten en continentes imaginarios en los que
encontrarán su espacio otras obras literarias; continentes
del "allende", hoy
cuando podría decirse que el "allende" ya no existe y que
todo el mundo tiende a uniformarse […] Las ciudades son un
conjunto de muchas cosas: memorias,
deseos, signos de un
lenguaje; son
lugares de trueque, como explican todos los libros de historia de la economía, pero estos trueques no lo son
sólo de mercancías, son también trueques de
palabras, de deseos, de recuerdos" (Calvino: 14-15).

Así se encuentran otros espacios de la realidad
discursiva, aquellos que aparecen y desaparecen en el recuerdo,
habitan en el gozo de la ficción, y para bien o para mal
nunca se hallan en el recuento de las malas noticias.
Contra el extravío más que contra el olvido, se
impone la memoria, y
allí la literatura se queda como un
espacio de confluencias. Así, en la obra de Alejo
Carpentier (1904-1980), el Tepeu Mereme de su relato «Los
advertidos» (1975), prefigura Los pasos perdidos
(1953), y esta novela es el
hipotexto y en parte la justificación, no sólo
literaria sino histórica, de las conferencias dictadas por
Carpentier en la Universidad
Central de Venezuela
(1976), donde habla sorprendido de las ojivas de agua en el
corazón
de la selva. Así también es el Macondo de
García Márquez, un espacio que denota elementos
ancestrales de la cultura latinoamericana, que se universaliza
desde un locus de aparente simplicidad. Macondo es
"aquella aldea perdida en el sopor de la ciénaga",
(García Márquez, 2001: 19), que funda la
utopía, el silencio, el abandono y la desmemoria.

La región se representa en la lengua con su carácter prodigioso de presencias,
también de apariencias.
Es la tierra de
los sueños interrumpidos, de la historia fragmentada a
donde van a refugiarse los sobrevivientes de ese esplendor que se
perdió y que sigue siendo, como diría Pedro
Henríquez Ureña (1884-1946), la utopía de
América, siempre proyectada hacia el
futuro, "donde no deberán desaparecer las diferencias de
carácter que nacen del clima, de la
lengua, de las tradiciones; pero todas estas diferencias, en vez
de significar división y discordancia, deberán
combinarse como matices diversos de la unidad humana" (
Henríquez Ureña , 1978: 8).

Tendríamos que partir necesariamente por fijar los
topos desde los cuales se hacen las representaciones
discursivas. Las zonas geográficas, de norte a sur, o
viceversa, estarían marcadas por los designios de las
lenguas en las
cuales se nombra, desde las cuales se construye la realidad, que
es una concreción distinta de la imaginación o como
diría Lezama Lima (1910-1976), en la posibilidad del
encantamiento, un "principio de agrupación, de
reconocimiento y de legítima diferenciación" (1972:
464).

Hay en todo un problema de fronteras, el cual se puede
traducir como un imaginario geográfico. Así, la
escritora Gloria Anzaldúa (1942) plantea el problema de la
frontera, en
el espacio chicano y en el idioma, como el lugar del mito de
origen; pero también como lugar de la utopía, y
así se produce discursivamente el gran viaje hacia los
orígenes, simbolizados en el retorno a Aztlán.
(Anzaldúa, 1987). Así también se
podría rastrear ese imaginario geográfico hasta la
patagonia,
donde se debate, tras
una mirada ideologizada, el lugar del fin del mundo.
En todas las geografías existe un marco de referencias que
circunscribe el sentido de región, y que se consolida
desde una perspectiva que remite a un lugar de irradiación, unos topos que se
convierten en símbolo de cultura.

Relatar, ordenar
el mundo

Podríamos nombrar algunos lugares cuyo eje
simbólico construye -desde la literatura- todo un
entramado de sentidos que muestran, por un lado, la noción
de pertenencia y por otro, la elección de una
fábula, de unos actantes, de unos determinados conflictos que
se conjuntan y son mucho más que un pretexto para relatar.
Nos remitiremos a unos poco ejemplos, entresacados del vasto
panorama de la narrativa latinoamericana, dejaríamos para
una oportunidad distinta, los modos como ese espacio de la
creación se convierte en lugar de expansión
significante, expresado en el discurso
poético.

Tenemos, por ejemplo a Comala. Comala es la tierra de los
muertos, la tierra arrasada, la comarca del silencio, la
protociudad fundada sobre las brasas del infierno. En el eje
ficcional de Juan Rulfo
(1918-1986), desata todo un entramado simbólico que parte
de una metáfora práctica. Comala es el comal. La
superficie metálica que sirve de soporte para el proceso de
cocción de la tortilla, símbolo del pan y objeto
del culto solar. También es el lugar de los muertos
vivientes, el eje simbólico que sirve para mostrar no un
inframundo presentido del cual nadie podría dar
testimonio, salvo en la literatura de diversas tradiciones
culturales. Comala es metáfora del fuego infernal.
Comal-Comala, el espacio situado sobre las brasas del infierno,
es el lugar desde el cual se podría establecer la
revisión de la historia mexicana pero también el
espacio discursivo desde el cual se construye un mito. "Vine a
Comala porque acá me dijeron que vivía mi padre, un
tal Pedro Páramo". El sintagma inicial de Pedro
Páramo
(1955) fija ese locus que sirve como
pórtico a una búsqueda: la del padre, recurrencia
de una pérdida que en mucho identifica a la sociedad
latinoamericana. La muerte, el
infierno, el viaje, la búsqueda del padre, son ejes
ficcionales por donde van a rielar otros símbolos del ser mexicano amparado en su
historia: el síndrome de orfandad, el infierno como un
páramo, la soledad, la violencia
desde el poder, la
memoria y el silencio.

Todo podría situarse en ese marco donde lo cultural
permea la visión del hombre y la
región transparenta un espacio dual, un arriba y un abajo
que nutre de dinamismo el desplazamiento de los sujetos y
también el de sus voces. Se
trata de un entramado simbólico que por extensión
nombra en mucho la realidad mexicana desde un
«siempre» solapado que aún hoy busca definirse
en su heterogeneidad, en su conflictividad y en la mixtura de
tiempos superpuestos.

Otro ejemplo de esta situación simbólica y
ficcional, marcada por lo regional, sería el caso del
Macondo garciamarquiano, ese espacio «otro» de lo
mítico, de lo inexplicable, la ciudad inexistente, que se
hace posible en el espacio del lenguaje, la ciudad ruidosa, con
casas de paredes de espejo, deviene en presencia de un mito de
fundación y origen de un acto ritual. La
superposición de planos temporales sitúa al lector
en un ardid creativo que confunde el futuro con la memoria. Y
cómo negar que la raíz de su impacto en el
inconsciente colectivo se ha convertido en un punto de referencia
que marca -por muchos detalles- una "realidad" transmutable del
«ser» colombiano, que ha viajado durante
décadas en el pensamiento y
en la recurrencia identitaria.

Al igual que en el caso de Rulfo, la novela sirve
como un pretexto para radiografiar el mapa cultural como
superficie de transformaciones, la red simbólica del
tiempo inmemorial; un espacio donde todo es posible, desde la
más aguda aventura de la imaginación, hasta el
más minucioso ejercicio de revisión
histórica; desde la más pura metáfora
poética hasta la más hilarante
representación de una hipérbole. En medio de todo,
insistimos en que más allá de la palabra, y la
sintaxis, lo que importa es el arte del relato; relatar,
construir con el lenguaje un
nuevo orden, integrar el mundo para una nueva
significación.

Macondo ha sido leído como el espacio de la
utopía, del sueño hipertrofiado, también
como el lugar del extravío. Después de esos lugares
inexistentes, se plantea la otra realidad, la del espacio que se
construye parcial y discursivamente como un entramado
simbólico que retrata también las vicisitudes de
una América Latina plural, carente, huérfana,
violenta, alucinante, reinventada en sus ficciones. Pero
también en esos fragmentos, el espacio cultural
sólo es posible como visión recortada de la
realidad, que la memoria ata mediante imágenes,
para dar una idea, un sentido de realidad que se traduzca
también como espacio de posibilidad.

De allí el sentido de cartografía, de mapa
legible que nos ayuda a comprender un espacio cultural –o
lingüístico-, un país real o simbólico,
amurallado en sus fronteras, invisible ante los requerimientos de
lo real, culturalmente marcado por un sentido de ruptura, que
permite ser leído hacia el interior de sus tradiciones,
estáticas y dinámicas, donde se puedan asimilar las
disonancias, y finalmente posibiliten un espacio
«otro», fijado en un afuera, donde se sitúa el
contraste, la diferencia.

Si seguimos bajando por el mapa del continente nos encontramos
con un inquietante espacio real, Chimbote, situado al Norte del
Perú, poblado de conflictos y también de
simbologías y donde la hipertrofia de la realidad funda un
espacio ficcional que deviene el locus narrativo de
El zorro de arriba y el zorro de abajo (1971) de
José María Arguedas (1911-1969).

A partir de la concepción de un mundo que se traduce en
signos y procedimientos
provenientes de la cultura quechua, los cuales residen,
fundamentalmente, en su oralidad, Arguedas plantea, no
sólo aspectos ideológicos abstraídos de la
realidad nacional peruana, sino también, concretamente,
problemas
derivados de la explotación, el abuso de poder y la
marginalidad,
en un espacio circunscrito a la región que sirve como
superficie de confluencias, donde las variables
regionales peruanas se miran sus rostros: la costa, el ande, la
selva, marcados todos por diversas tensiones culturales.

Más allá de la denuncia, los conflictos que se
ilustran en esta forma tan particular de novela, pueden mostrar
el trasfondo de un planteamiento cultural de mayor
alcance, sin llegar a postular una obra de «tesis» y
sin mostrarse paternalista en su posición denunciante de
todas sus contradicciones. Esto se aúna a los choques
conceptuales que se producen, en otro plano discursivo de la
obra, en el mismo autor como creador, frente al lenguaje y frente
a la escritura.

La oposición arriba/abajo, presente en la
cosmovisión mítica quechua le sirve a Arguedas para
introducir en su obra problemas que se implican como
contradicciones de la dinámica cultural dentro del mismo espacio
peruano: lo "andino", topológicamente marcado por las
carencias, los desajustes sociales, y lo "costeño", que
puede ser leído como una apertura hacia lo "occidental",
que se aprecia en la educación y el
"bienestar", entendido esto como mejoría económica
y social. En esta obra también se determina la frontera
existente entre dos formas distintas de percibir el mundo: una
especie de dialéctica de lo masculino/femenino, alternado
con lo laboral (la
pesca/la
prostitución), que son las trazas de la
dinámica laboral humana mostrada por el texto, pero que se
sale de él para desplazarse hacia lo cultural,
propiamente, en el conflicto de
la oralidad semicolonial frente a la "cultura" letrada de
occidente[1]

El pueblo de Chimbote, discursivamente construido como un
puerto pesquero ubicado en la costa norte del Perú, se
convierte en ese espacio "otro" donde se produce el
diálogo multilingüístico,
multiétnico, definitivamente multicultural; el nuevo
Tawantinsuyo de la realidad contemporánea del narrador y
sus voces, muestra la
confluencia de las cosmovisiones del arriba/abajo, expresadas en
el contraste dialéctico de la expresión, esto es,
la "oralidad" y la representación "escrita" de la cultura
«occidentalizada».

La obra de Arguedas debe ser estudiada no sólo dentro
de parámetros estrictamente literarios, por cuanto
introduce una serie de "discursos" y
aprovecha un conjunto de formas "otras", no canónicas,
recogidas en fragmentos de mitos,
muestras de oralidad, pero también "memorias", diarios y
cartas, en un
nivel análogo de valoración y funcionalidad, lo que
también correspondería al patrón testimonial
o biográfico. Todo eso podría señalarse como
perteneciente a un "corpus de fundación"[2]. Desde esta
obra también podría emprenderse un proceso de
reflexión que permita encontrar nuevas relaciones o modos
de inserción del discurso literario en un espacio donde la
literatura no sólo "muestra" o "refleja", sino más
bien analiza la problemática socio-cultural desde
perspectivas problematizadoras.

En todo caso, vista esa dinámica, desde el texto de
Arguedas podemos comprender y al mismo tiempo explicar las
"marcas
culturales" y la "razón de ser" de un espacio regional
delimitado. A su vez, nos permite conocer los intercambios que se
producen en el interior de los espacios, con lo cual se permean
las "fronteras" (espaciales, lingüísticas,
culturales).

Todo esto propicia una confluencia comunicativa en un nuevo
espacio intersticial, donde se ponen en contacto elementos
diversos de la cultura, todos de naturaleza
heterogénea (y no sólo discursiva( por cuanto
parten de una realidad objetiva que se recorta en el espacio de
la ficción.

Una obra como la de Arguedas permite comprender, más
allá del texto, una posición teórica que
estaría ubicada dentro de lo que Walter Mignolo denomina
«epistemología fronteriza», donde se
propone «pensar» «con» y
«desde» la obra, el sentido de realidad en un marco
complejo, esto es, la problemática de una región
donde confluyen los ejes de la población migrante, que definen por su
heterogeneidad «lo peruano». En el caso
específico de El zorro de arriba y el zorro de
abajo,
estarían en acción
los sectores indígenas «movilizados», al igual
que otros trabajadores, empresarios, prostitutas, etc.; todos
impelidos por la dinámica laboral que sirve de eje a los
problemas sociales, políticos, económicos, que
otorgan un sentido heterogéneo al concepto de
región, es decir, que parten de la activación de
«prácticas sociales» contrapuestas, que luchan
por una serie de beneficios, en un espacio determinado, definido
y localizado, donde lo cultural peruano está presente. En
ese sentido, se podría señalar que esta obra
"teoriza" a partir de su misma propuesta narrativa, alternando un
discurso "reflexivo" y otro "creativo" que corren paralelos con
la práctica social. Como bien lo ha afirmado Mignolo:
"[…] los movimientos sociales que trabajan contra las formas de
opresión y en favor de condiciones satisfactorias de vida,
teorizan a partir de su misma práctica sin necesidad ya de
teorías
desde arriba que guíen esa práctica. La
rearticulación de las relaciones entre prácticas
sociales y prácticas teóricas es un aspecto
fundamental del posoccidentalismo como condición
histórica y horizonte intelectual". (1996: 683).

Para leer El zorro de arriba y el zorro de abajo con
estos horizontes teóricos, hay que tener en cuenta
también el reacomodo de los factores de
enunciación, para enfocar los problemas del espacio
histórico-social y cultural que implica, desde esta
perspectiva, un intento de «repensar» los problemas
indígenas, laborales, migratorios, espaciales, etc., que
se instauran en la novela, así como las categorías
y los conceptos. Por otro lado, nos acerca a las conformaciones
discursivas que obedecen a los modos de concebir la visión
del mundo, ceñidas a lo histórico, a lo
mítico, y en general, proporciona el instrumental
teórico y metodológico que una obra tan compleja
exige para una aproximación hermenéutica.

Esta obra problematiza el espacio alternativo de la
confluencia intercultural, plantea algunos conflictos de la
heterogeneidad peruana, y coloca en el medio la crisis del
sujeto, representado por la voz que va dando cuenta
secuencial de la escritura de los «diarios», donde
José María Arguedas se representa como
explícito ordenador de aquellos planos simbólicos,
producidos en el interior de los problemas mismos. Esto es, los
asuntos derivados de las cosmovisiones propias de la cultura oral
andina, a partir de un intento narrativo que, como éste,
desde la conciencia
quechua, intenta «mostrar» una historia local
«desoccidentalizada», aunque esté escrita,
principalmente, en la lengua de la colonización.

Otro espacio,
otra tradición regional

Esas fronteras invisibles establecen también formas de
representación que no son difíciles de advertir si
se tienen en cuenta los usos del lenguaje, los giros
específicos de una zona, los modos de nombrar una misma
realidad.

Si miramos todo el orden geográfico del continente,
estableceríamos un gran mapa que se subdivide a su vez en
mapas más pequeños, cada uno con sus
especificidades, cada uno con sus formas de habla y por su puesto
con singulares formas de representación. Hoy sería
una aventura de exigencias insospechadas, deambular
cognoscitivamente por las zonas del continente, estableciendo sus
procesos
culturales y literarios, sus marcas textuales, como lo intentara
hace más de medio siglo José Juan Arrom (1910) en
"Hispanoamérica: carta
geográfica de su cultura" (1959: 145-160).

Podríamos hablar de regiones en el estricto sentido de
la geografía,
aparentemente diferenciadas, o podríamos advertir otros
sectores más vastos que marcan lo regional como zonas de
tradición cultural específica, espaciamiento
geográfico o imperio lingüístico. Pongamos por
caso, la vasta geografía hispanohablante, producto de la
sumatoria de países diferenciados, frente a la concentrada
geografía luso hablante que se condensa en el territorio
brasilero, considerado a su vez como un subcontinente; pero
deberíamos tener muy en cuenta también los espacios
de toda la franja caribeña donde coexisten culturas y
lenguas de ascendencia europea y africana, que tiene sus propias
formas de expresión y representación.

Sin embargo, es necesario advertir que aun cuando en el mismo
país no sea tan difícil la comunicación o en estricto sentido, el
intercambio de bienes de
cultura, o los patrones de unos componentes culturales fijados
por la tradición, no siempre resulta tan evidente la
construcción identitaria de la
región en los discursos de representación. Hay un
conjunto de espacios desde los cuales se establecen relaciones de
comunicación, en constante tensión con los centros
de poder (institucional, político y económico),
todos de alguna manera se identifican en su naturaleza
periférica, y por su condición de ignorados casi
siempre por el centro.

Venezuela tiene una confluencia privilegiada como país
amazónico, andino y caribeño. La mixtura de sus
componentes fenotípicos reafirma esa peculiaridad. Las
variantes lexicales en el uso de la lengua, plantean un universo
significativo en cuanto ponen en evidencia las diferencias.
Éstas se hacen evidentes al establecer los contactos que
se refuerzan en los espacios dinámicos, donde es posible
establecer diálogos nuevos y distintos. Al parecer, las
fronteras regionales circunscriben esos espacios, limitan y
definen el contacto.

La perspectiva centralista priva sobre el reconocimiento de lo
periférico. Así el centro, la capital, o las
capitales, determinan el ordenamiento y el sentido de autoridad que
se pretende imponer como lo nacional. Esto es evidente en todos
los órdenes de la representación. Y en ellos se
habla la misma lengua, con sus variantes, pero dentro de una
normatividad que permite el entendimiento desde cualquier punto
en el que se mire. No sólo tiene que ver con las variantes
dialectales, sino con los modos como se expresan y manifiestan
las formas de representación del mundo a través de
los discursos de creación. Y en ello no priva la
incorporación de localismos, pues muchas veces aluden a
lugares intransferibles. De lo que se trata es de universalizar
lo regional. Ya lo decía Alfonso Reyes (1889-1959), en un
lúcido texto de 1926: "La cultura americana es la
única que podrá ignorar, en principio, las murallas
nacionales y étnicas […] Las naciones americanas no son,
entre sí tan extranjeras como las naciones de otros
continentes" (1990: 392).

En la -por algún tiempo- olvidada narrativa de Mariano
Picón-Salas (1901-1965), existe una recurrencia que
atraviesa buena parte de sus obras de ficción. La
fijación de un espacio, denominado Cumbres, sirve de marco
al momento de captar y reflejar alguna actividad cotidiana. Los
usos y costumbres del lugar desde el cual se enmarca la
narración, casi siempre alusiva a las montañas, a
la sierra, revelan una asociación topográfica con
el entorno familiar y así con la procedencia del autor.
Esto aparece en Los Agentes viajeros (1922),
también en Mundo Imaginario (1927), y se repite
luego en Odisea de tierra firme (1934), cuyos
locus enunciativos convergen en «Cumbres»,
espacio de la narración y referencia desde la cual se
marcan los desplazamientos del narrador. Es al mismo tiempo, el
centro, no sólo vital, sino anecdótico en tanto
reconstrucción de una memoria histórica colectiva
venezolana en cuyo entorno se van a desarrollar todas las
acciones.
Desde Cumbres se van a marcar los desplazamientos, los viajes, los
recuerdos, etc. Y se va a contrastar una mirada
político-social hacia el país.

El narrador distingue a «Cumbres» como el espacio
principal del relato, y aparece como "distante ciudad de los
Andes venezolanos" (1934: 22), a donde va a fijar su residencia
el abuelo y donde van a sucederse las generaciones de
«Riolides»: "La casa de Cumbres y Cumbres misma,
ciudad verde, montañosa y católica, perdida en la
hermética serranía, a diez días del mar, les
recibió en el momento en que las familias emigradas y los
hombres que fueron a la guerra
regresaban con retenido deseo de permanencia" (1934: 25).

Y esta especificidad podría rastrearse en muchas obras
de la literatura latinoamericana, lo cual convierte a la
literatura en un eficaz instrumento de comprensión de las
realidades geográficas, pero también en un aspecto
axiológico de las regiones. Es decir, como formas
específicas de mostrar un espacio, una lengua, una
tradición, y una cosmovisión que nos
permitiría luego entrar en la discusión en torno al impacto
que en el relato tienen otros problemas tan complejos como el
mestizaje, la identidad, el
imaginario, etc.

Por supuesto que la visión de estas notas, resumidas en
unos pocos ejemplos advertidos desde la literatura, no pretende
ni por asomo, ser un inventario.
Sólo un ejercicio de relaciones textuales para percibir
formas de espacialidad, que en diversos relatos sirven para
configurar, desde la ficción, algunas aristas de las
cartografías culturales, de la noción de
región, de la problematización de las ciudades que
devienen simulacros de realidad, donde coexisten las diversas
formas del deseo y la pasión. Porque, como bien lo afirma
Angelina Muñiz-Huberman: "La pasión del hombre es
la pasión de la ciudad. Recibe las marcas del amor, pero
también las del horror y el crimen. Una ciudad es
cualquier deseo y cualquier invento. Enaltece y degrada. Atrae y
rechaza" (1997: 119-120).

La manera como los latinoamericanos nos vemos es a veces un
reflejo especular de los sueños, de las ciudades y las
naciones, una construcción imaginaria que deviene tierra
en constante espera, rezago de un sueño postergado donde
no hay más posibilidad que la sobrevivencia –lo
más lejano a la tierra de promisión, del
paraíso terrenal, del continente prodigioso- si esto tiene
que ver con las alianzas para combatir la injusticia, la
exclusión, la violencia, el atraso, el hambre y la
pobreza.

La literatura nos ofrece un espacio privilegiado para leer
sobre la vida y obra de los personajes que alimentan, en el
imaginario de los pueblos, el signo donde se reverencia o se
discute, donde se establecen principios de
cercanía o distancia, que en buena medida han ayudado a
conformar una imagen novedosa de la historia, no ya de los
procesos sino de los hombres y mujeres que hacen realidad la
ficción, que determinan los valores de
una espacialidad que no tiene verdaderas fronteras o que entiende
éstas de la manera más amplia, no sólo como
territorialidad, lengua, tradición, arte y cultura sino
también espiritualidad, esencia y pertenencia.

Referencias
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